Y es que cuando estoy mirándote la nuca fijamente el tiempo se detiene y me siento tonta y tengo ganas de reír, de llorar, de hablarte, y decirte algo por fin; pero me quedo callada, dejando pasar los minutos; 1, 2, 3, 50. Y tú suspiras y te giras y me observas de refilón, y aunque yo lo sé, no me atrevo a fijar mis ojos en los tuyos, por el miedo a los silencios incómodos. Pero a ti todo esto te da igual, ni te inmutas, ni lo sabes. A lo mejor lo sospechas. Para ti yo no existo, y si acaso sabes que estoy ahí no le das importancia, me verás como a una más (o una menos). Tú prefieres pasar el rato pensando en ella, en ella, y en un millón de “ellas” más.
Y nos vamos consumiendo, hora a hora, día a día. Poquito a poquito avanzan las agujas del reloj, y sin darnos cuenta hoy somos más viejos que ayer. Pero seguimos sin hablar. Tenemos edad de disfrutar, de enamorarnos, de volvernos locos, de emborracharnos y de intentar vivir sin conseguirlo del todo. Edad de hacer el gilipollas y aparentar ser más tontos de lo que somos, de pasar de todo lo importante y preocuparnos por tonterías. Edad de ser sinceros, de ser nosotros. Pero aún no lo somos, no somos NOSOTROS, sólo somos TÚ y YO.